Desde hace una semana y media vengo escribiendo y pensando acerca de los halagos, piropos y demostraciones de los hombres hacia las mujeres, en estos turbulentos tiempos. No hablo del piropo callejero, claro.
Muchos de los pocos que me leen, me conocen, pero para aquellos que no, les cuento que soy una mujer de cuarenta y tantos. No, no sean chusmas, cuántos tantos no es tema de este post.
Decía: soy una mujer de más de 40 así que una ya ha vivido un tiempo suficiente como para saber que un piropo, halago o demostración por parte de un hombre es un mimo.
Cuando un señor se decide a decirle palabras reconfortantes a la mujer que lo acompaña, la idea es agradar, provocar una sonrisa, un guiño, una reciprocidad.
Hasta acá todo rosa, lindo, reconfortante.
Pero claro, este post no termina en la línea anterior y acá empieza la razón de estas líneas.
De un tiempo a esta parte, escucho y observo con asombro la creciente necesidad de algunos hombres de matizar esas muestras de cariño. Se dicen con una carga de cinismo, reprobación, o directamente de agresión. Agresión que, como mujer, te dejan con una sonrisa que se termina transformando en la mueca del Guasón.
Es como si los hombres de más de 30 hubiesen perdido la capacidad de reconfortar a la mujer sin un dejo de agresión, sin una crítica velada, sin una cuota de acidez que deje a la mujer con la sensación amarga de que quién dice esas palabras está tan interesado en vos como yo en el boxeo (y no...no me interesa NADA el boxeo).
Qué tan heridos estamos para cargar de negatividad lo que se supone es una muestra de interés o cariño?
Te cuento que los regalos, aún los que se hacen con palabras (y un piropo o un halago, es un regalo) se hace con la intención de sorprender y gratificar al otro. Y si tus palabras no son dichas con esa intención, sería bueno que no las digas.
No, en serio: NO LAS DIGAS.