viernes, 19 de diciembre de 2014

La patria es el otro (mientras no haya sangre)


Hace cosa de dos años me encontraba descansando en el horario del almuerzo luego de cuatro horas de capacitación a un grupo de desocupados y esperando a otro para la tarde. Como almorzar abundante me resta energía, muchas veces opto por algo liviano o frutas (no es sencillo facilitar y hablar mucho con el letargo de una boa luego de almorzarse un triceratops).

Para despabilarme salí a caminar un poco por una zona bastante céntrica de La Plata (ups...dije La Plata? La idea era no contar dónde sucedieron cada una de las historias. Mala mía).

Volví al aula de capacitación con el tiempo suficiente para comer unas manzanas y tomar unos mates. Y allí me encontraba armando unas encuestas de clima interno para un cliente, cuando llegaron los primeros alumnos de la tarde (esos que llegan quince minutos antes, como con ansias de aprender).

Habría en el aula unos seis o siete jóvenes, a quiénes saludé y les pedí que me den cinco minutos para terminar algo, cuando de repente escucho un ruido seco y el grito agudo de una alumna. 
Al levantar mi cabeza de manera instintiva veo una joven en el piso y un charco de sangre. 
Sin saber qué paso me acerco corriendo y escucho como de lejos que me dicen que se cayó sola. Al llegar al cuerpo comprendo que la chica estaba con fuertes convulsiones y con un prominente corte en su rostro que era la fuente de semejante cantidad de sangre en tan poco tiempo.

Traté, como pude, de sostenerle la cabeza para que no se golpee y le dí órdenes claras a uno de los varones para que vaya a buscar a alguien de la secretaría y que llamen una ambulancia URGENTE!

Habrán pasado dos o tres minutos que para mi fueron horas, tanto así que ya había pedido a una de las chicas que abra mi cartera y me de dos paquetes de pañuelos de papel que suelo llevar, al tiempo que a otra le pedía que llene la botella de agua mineral en el baño y me la traiga, para tratar de frenar el sangrado.

Las convulsiones parecían ir cediendo en intensidad, pero la sangre no dejaba de brotar y la escena ya era dantesca.
Escucho que desde la puerta del aula una mujer me habla y me pide: -"No la toques", miré de reojo porque estaba como a unos dos metros de la puerta y no quería sacar mi vista de la joven que seguía sangrando en el piso, pregunto: -Qué? (supongo que mi cerebro no podía procesar lo que había escuchado, aunque lo había escuchado claramente). -"No la toques, mirá si tiene algo".

La miré con desprecio, MUCHO desprecio. Los que me leen y me conocen en persona saben que si hay algo que me caracteriza es lo expresiva que soy con mis gestos. Puedo abrazar con la mirada, pero también sé congelar el infierno con un sólo gesto. Y eso es lo que hice. No fue un gesto pensado, fue la genuina expresión del asco más profundo que me profujeron esas palabras y no es casual usar la palabra asco, aún hoy al evocar el momento mi estómago se revuelve y mi garganta siente los efectos de una descompostura estomacal intensa.

Había una joven de no más de 23 años retorciéndose en un charco de sangre y alguien que se supone que tiene la vocación de servicio suficiente como para estar a cargo de esos jóvenes me pide desde una distancia de dos metros que la deje ahí tirada.

Con la misma mirada de desprecio le pedí que me traiga aunque sea trapos de piso para limpiar la sangre y que no vuelva a insinuarme que no la toque "por favor". La mujer se fue con el mismo joven que la había traído y sólo volvió al final del episodio. Los trapos de piso los trajo el mismo alumno al que había enviado por ayuda.

Las convulsiones cesaron mientras yo limpié con agua y carilinas la cara y presioné con el papel tissue para ver si lograba hacer parar la sangre. Funcionó. 
El resto de los chicos tenían el miedo pintado en sus rostros, pero supieron sobreponerse a él y colaboraron mucho. Uno me prestó una carpeta donde apoyamos la cabeza de la joven que ya había vuelto en sí y temblaba literalmente como una hoja mecida por el viento, pero esta vez por efecto del susto y no ya de las convulsiones.
Le explicamos lo que le había sucedido con mucho cuidado y amorosidad (SÍ, uso mucho esta palabra porque es la única que explica esa mezcla de compasión, cuidado del otro y amor que busco difundir en mis formaciones), le preguntamos a quién de su familia llamar y uno de los varones fue el encargado de hacerlo.

Mientras iba y venía al baño con trapos de piso empapados de sangre y agua, M. (me reservo el nombre, disculpen), se pudo sentar en el piso con la ayuda de una de sus compañeras que la contenía y sostenía.
Terminé de limpiar la sangre, y ayudé a M. a sentarse en un banco mientras charlábamos entre todos sobre lo que era la epilepsia y cómo ayudar a quienes tienen un episodio de convulsiones. Habrán pasado unos veinte minutos y ni la ambulancia ni la empleada de la secretaría aparecieron jamás. La que sí apareció fue la mamá de M. quién luego de reponerse a la impresión se llevó a su hija para ser atendida correctamente en un hospital.

Cuando se fueron, me acerqué a la puerta y la cerré muy lentamente como para tomar confianza, porque había pasado lo peor y ahora sí, la que temblaba como una hoja era yo! 
Quedamos solos con los chicos y era difícil arrancar una jornada de capacitación en ese estado. Mientras todo esto que relato pasaba habían ido llegando el resto de los alumnos (uno 25/30 en total). Uno de los varones sugirió si quería que me traiga un café y yo  redoblé la apuesta y los invité a tomarlo al sol, en la vereda. Necesitábamos salir de ese estado y hacerlo bajo el tibio sol otoñal era ideal.

Luego del descanso volvimos y aprovechamos la situación para internalizar y comprender de una manera profunda lo que significa tener una actitud de servicio. Lo que implica cuidar del otro, independientemente de quién sea ese otro: una pareja, un amigo, un cliente o una compañera de un curso de formación laboral. Sé que ese grupo aprendió mucho acerca de la compasión, la actitud de servicio, el hacernos cargo del mundo que queremos y los funcionarios que se llenan la boca hablando de que la patria es el otro, hasta que al otro le sale sangre y corren espantados por miedo a contagiarse vaya a saber qué (un poco de humanidad, quizás).

M. volvió a la semana siguiente y bromeamos mucho con todo lo que había sucedido. Dicen por allí que el humor exorciza miedos y sana heridas, adhiero profundamente.
Sólo me resta decir que para tranquilidad de la funcionaria hemofóbica me hice un chequeo de salud de rutina varios meses después del incidente y parezco bastante sanita! 

M.

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